Guía de caminatas

 




Lady María, la hermana del Nuncio, está en agonía. También el señor António de Beco. Y muchos niños. El dolor no se quita con la buena voluntad de los hombres, yendo a la farmacia y los médicos dicen que es cuestión de tiempo. El tiempo de la mancha negra que llegará, no sabemos cuándo, ni cómo ni por qué, eligiendo nuestro cuerpo para dar el golpe final. Queremos aferrarnos a la vieja idea de que, al otro lado, nos espera un ángel o que, por el contrario, esa mancha solo aparecerá cuando haya manchado a todas las demás, porque se nos ha dado la mirada inmortal sobre la mortalidad de los otros. Y el cansancio de las agonías y el miedo a lo desconocido llenan los segundos, mientras la mirada ajena busca la nuestra y encuentra el vacío. En él no se ve ningún miedo, ninguna sombra, nada. Porque, a decir verdad, estamos tranquilos, en esta aparente tranquilidad de la aceptación. Lo aceptamos porque no conocemos otra manera de vivir este “gran final”. -¿Cómo te sientes hoy? ¿Un poco de sopa con pollo viejo? ¿O una manzana horneada? Bebe, bebe este yogur, tiene vitaminas. Dicen que puede prolongar la vida, es de Longa vida. O Agros, ¿qué diferencia hay? Los cojines se ajustan por enésima vez. ¿Qué hacemos con nuestra impotencia? Tenemos que aprovecharlo. Las manos caen inertes y los suspiros salen amargos y largos. Las contradicciones crecen durante este período. Dónde no tienes ganas de ver a nadie. Ni siquiera estar contigo. El entumecimiento letal llegará sin tiempo determinado y, a veces, lo deseas, otras veces lo deseas para otros. ¿Por qué yo? Siempre suena como una plaga flagrante, sin rostro ni intención. Le tritura la mente, tiene que comer, una bolsa rota no se sostiene en pie. Ver limpio lo que está limpio. Y ni siquiera tiene fuerzas para gritarle: que se acumule el polvo. Déjalo. Mírame, porque te quedará muy poco para juzgar por lo que siento en mis entrañas. Ni siquiera me querían para quimioterapia. Ni siquiera para estudiar. Mira quién cantó y bailó tanto en esta vida. Y dices soy bella y me das tu mano, porque la juventud aún te asiste. Porque no sabes lo que es ver desaparecer la esperanza de participar en la vida. Eso corre por tus venas. Eso hace que tus manos se hinchen en el verano. Tengo miedo de irme. Te grito este miedo, pero ni siquiera lo notas. Porque en mis labios ves la misma sonrisa amarilla, descolorida y gastada como esa tela que llevas a todos lados. Tengo ganas de decirte que me gustas. Que siempre estaré aquí, aun cuando el otro venga a buscarme y el funeral esté ensayado. En el que te despedirás de mí. Y los demás, todos los demás, a los que me acostumbré a amar. Todos los demás que vivieron conmigo o sin mí. Todos los días me acuesto en esta misma posición, con el sol alto afuera o la lluvia golpeando contra la ventana. Cada día mientras te veo cocinar, cada maldito día en que todo me duele, te digo adiós. Y hasta los pájaros y las plantas, que extraño. Si me preguntas si todavía creo en Dios te diré que necesito que siga esperando. Porque tengo ganas de gritarle. Pero acepto que Dios existe sin tiempo para todos los fieles. Y la fila en la que estoy no parece moverse. Afortunadamente. Porque de un momento a otro seré yo y, sin darme cuenta, seguro que dolerá menos. No es miedo a la muerte. Es lo desconocido que llega y no trae una sonrisa de bienvenida en sus labios ni nos pregunta qué pensamos, si estamos preparados o si dejamos algo sin terminar. Y nos roba la existencia que era nuestra y la de los demás. Y nos lleva sin retorno. Dicen ver la luz. Mientras tanto, ya caminan alrededor de la estufa, casi con pies suaves, ¡como si el silencio no fuera más molesto que todos los ruidos de la vida que pasa! -Aprendo una oración para ti.


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