A veces los ángeles ponían música al domingo por la tarde
Siempre era el momento de interrumpir la escritura. Ya sea porque la máquina terminó el programa y la ropa no se extendió por sí sola, o porque era la hora de la merienda o el almuerzo, o porque le di ese caramelo y la encontré en posición fetal en el sofá, una niña madre y tuve que ponerle la manta, antes de que los estornudos se convirtieran en gripe o resfriado, que a su edad, ya dejaba males. Y ya tenía tantos males, que si no sumaban más de lo que ya existía. Que necesitabas grandes bolsas de basura, que tenías que llamar a organizaciones benéficas, que había ropa y vajilla de la que querías deshacerte. De la fatiga de la acumulación, de las astillas de tantos males que eran propios de los humanos, cansados de los engaños, de las mentiras de los demás, de los servicios de té y cristales. Que se oscureciera la pared del museo de poesía con que trataba a sus antepasados, que creyera necesitarlos y los estimara más que a los vivos y a los otros aburridos, que circularan y se atrevieran a asomarse por la red de la propiedad, qué molestia, qué tristeza, no tener dinero en el banco para levantar muros de intimidad, que hacía falta otro cuaderno, para escribir sobre su necesidad concreta de acabar con los abismos de esa tierra, de la gente abismal. Y para olvidarse del pueblo, ¡venga un caballete! Mi hermano había mencionado delante de ella, recordaba bien el cuadro, los pinceles, los gouaches, los lápices de carboncillo, los portaminas, el soporte de lienzo, que si te comprabas dos iguales, sí pinta para quemar las horas de ocio, pero pintas para empujar la depresión, una depresión con gatos y búhos, con ríos y puentes y matorrales y coraje y valentía y nadie te calla, nadie te sujeta en la pluma, te hace dejar de escribir, ni invierno ni verano, a un lugar escondido, entre la rueca y el huso, allí, en el cavalum, que hasta fueron bien aprovechados por su abuela y sus tías, y, si empezaba un mensaje de texto, me volvían a llamar, ve a buscar las gafas que tu madre no ve, que la televisión también cansa y que los animales lo han deshecho todo en minutos, los colchones de las tumbonas, la alfombra de la infancia, que esto de ser mayor avanza, Incluso los segundos nos empujan en los descensos, que miro el reloj de los chinos, parado y me sorprendo de cómo se atreve el tiempo a no darme cobijo. Y se quejan papi, se quejan de que no soy rápido, que solo estoy bien acostado, podría, la columna masacrada, las noches de insomnio e inquietud, las sinapsis eternamente debilitadas por el cruce de fantasmas desde que se pone el sol. Papá, llévame, tráeme el manto que me diste para calentarme en la noche, para hacerme invisible a los vivos que me llaman. Papá, el destino quiso que me gustaran más los muertos que los vivos, sí, son los que más me gustan, los que cavan ríos de sabiduría dentro de mí, los que me llenan de olores de flores y perfumes de bien être, papá, tía ha vuelto. Llegaba con el pelo recogido, como en un moño, y llevaba documentos en la mano. La tía, con su boca, pero sin sonido, regurgitaba información que yo no conocía, que prefería seguir sin conocer, pero esto de dar espacio a los demás vivos, también me aportó la dimensión de ti y la importancia y prioridad. No puedo posponer la escritura, ni corroborar ninguna tesis que diga que uno se muere. No, no te mueres. Nunca mueres. Excepto cuando es necesario cambiar el agua de los frascos. Quería que alguien olvidara que soy pródigo en el arte de descifrar auras. Y este vino santificado por el bien être y ya sabéis cuánto aprecio ese aroma. Padre, qué debo hacer conmigo mismo, conmigo, con mis manos que están llenas de quehaceres y cosas insignificantes, que hago, empujo todo para ayer o abandono las necesidades de los presentes, abdico o me pongo en la lista de la compra, de lo que falta, a mí que me falta tiempo para darles voz, La mía que es ronca y que se esconde en el nosotros. Papá, mi mente está burbujeando, si le doy un respiro, otro destino, entre colgar su ropa de fin de semana, entre los implementos agrícolas guardados en la vieja casa, Todavía tengo colgantes, Papá, todavía tengo tantos colgantes, tantas rutinas agónicas, ¿Por qué no vienes y me traes ese manto mágico, que me esconde y me prolonga en un tiempo distinto a este, papá, estoy tan cansado, papá, papá, papá, mi papá, que si no fuera por tus ojos sonriéndome, ya habría renunciado a todo? Y tú sigues conmigo, a veces más Rodrigo que Francisco, pero siempre conmigo, siempre, como antes. Y luego, cuando entro cansado en la noche, queriendo descansar de la oscuridad, y vienes a mirarme, te pido el manto, padre, ¿te acuerdas de él?
Papá, quiero irme, papá, ¿escuchaste? Padre, cuéntame la historia de los ángeles que en vez de caer, se levantaron y volaron, padre.
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