Messiaen y la paradoja de tu nombre

 


Y allí estaba él, tú, en el camino de mis pensamientos, extraterrestre, más grande que un obstáculo al que mi mente prestaba protagonismo, sin eludirlo. La paradoja era tener que dejarte, quererte. Y si habías estado en todas las latitudes, mientras tanto, habías estado mucho antes y te habías perpetuado más allá de lo esperado y comprensible, permaneciendo en una secuela liquidada. Donde no había nosotros, este hermoso ejercicio vivido y conjugado en todos los tiempos y espacios, donde él quería echar raíces. Un globo terráqueo evidentemente dividido, en las coordenadas impuestas por los habituales Judas y Barrabás. Eras el amante en el marco, eras el retrato y la venda que me mantenía fiel, guardián y soñador. Romántico o perdedor. O, pudiendo usar, la forma prerrogativa de in crescendo, ascender el diseño natural, antes de la ofrenda voluntaria, amorosa, delirante regalía y ahora, que ya no estaba en el nosotros, eras por gracia divina, porque sí, a la mente que existe en el corazón amoroso, como una oración, en fervor, dedicada a mi yo superior, diciendo "No podía dar la vuelta a la figura", la persona, ¿Adueñándose de su esencia, la vertiginosa pasión por el ser humano que hoy es el origen de la dolencia dolor de cabeza? Pero no, no es un malestar, migraña y sin racionalizar, que el amor prescinde de razones o preocupaciones en vigor, sino el deseo expreso tembloroso, libertino y hambriento, sí, en la oración, tantas veces, sin darse cuenta de las muchas veces, sabiendo solo en mí, que permanecen incontables, interminables, sus labios húmedos y su cálido aliento que sorbí, sí, fue mi consuelo y más que un recuerdo, profecía, porque el tiempo se multiplica en voluntades, cuando atravesamos desiertos de humanidad y buscamos a alguien como nosotros, que pueda reflejar sueños y particularidades, afinidades temerosas. Lo deseaba tanto como lo pedí. Lo amé mucho antes de concebirlo, por el sentimiento creciente, antes de que llegara a mí, frente a mi aún juventud, que si bien no me ayuda, que aún persiste y se materializa en la memoria y en sus detalles indelebles, que guardo al milímetro, raspando olores y conservando la nostalgia en el mismo bolsillo interior donde reside, ad eternum, el amado. ¡Oh tú, que no existes, que no hablas ni escribo por ti, que no silencias lo que debo!
Entonces, era yo, y sólo yo, el culpable de semejante figura del cuerpo actual, tal como lo expresó Luís, no el arquitecto Luis, sino el poeta Luís de la figura actual, Brito Pedroso, o quizás, mucho antes que él, Cervantes, refiriéndose al Quijote, a Sancho Panza, a los molinos o, tal vez, al caballo mismo que lo seguía en silencio, por sus batallas internas, o bien, tal vez, tal propósito y permiso salió de la boca del mismo personaje, Don Quijote de la Mancha, refiriéndose, obviamente, a Dulcinea, su dulce Dulcinea, que nunca faltaba en sus tortuosas incursiones por el mundo. En mí, no había ataques de furia, ni espadas desenvainadas contra el viento, ni contra las rocas talladas, ni me serenaba al ver que, al fin y al cabo, todo eran molinos y el gigante de la historia era el de siempre, ese tiempo hambriento que pasa, ya sea que uno viva o elija la ausencia de la figura, la mezcla de la somnolencia, el entumecimiento del tejido sentimental, o el estado vegetativo de la ermita social.
Oh tú, que no existes más de lo que deberías, y tú que no debes nada, te callo, escribiendo sobre un tiempo extinto. Y solo omito lo que callo, mintiendo en la proporción que va de un beso a un chasquido. Valentim, apodado mercenario, el valiente soy yo, en cada mujer que conoces y quién soy, ¡una persona completa, en resumen!

Si durante el día, las tareas eran prueba de la lasitud de los recuerdos, la noche esculpía a propósito los ensueños y los contornos fieles de las esperanzas, vestida para un gran día, un día que valdría más de cien años, si los viviera, un día con más de veinticuatro horas, ciertamente, contadas por las efusivas campanadas de mi estado de alegría, que viviría divinamente, como si ese día pudiera escuchar lo que lo compuso, lo que él compuso para mí, por una verdadera y auténtica orquesta, instrumentos de cuerda y viento, percusión y dramaturgia, de no menos de diez violines, clarinetes, flautas dulces en honor a Orff, contratrabajos y, al menos dos pianos intercalando solos y monólogos, de sus pistas en mí, de mis troncos en el fuego que se alimentaba de su memoria. Turangalîla construyó Tristán e Isolda, pero ambos habían caído en un lecho de muerte de piedra y polvo, y ni siquiera Messiaen los mantendría despiertos durante mil años más. Ni de su trágica decadencia, del frenesí desenfrenado por la oportunidad accidental de no concebir la vida, más allá de la vida de los demás. Y empujé mi cuerpo físico para agotar toda la energía, como si yo fuera el director, pero también todos los músicos de la orquesta, sin descansos, sin permitirles existir mientras durara el pico de mi anhelo. Y llegaría, inevitablemente, un tiempo de barbecho, un interludio desastroso, donde las notas me ofrecían una mirada clara al paisaje, para vislumbrar nomeolvides y las formas redondas de los cantos rodados y guijarros, al diseño irregular de las hojas de los árboles que se desprendían con la brisa, luego las dejaba caer con ellas, intrépido, acordes disonantes, de mis ojos vagando y, junto a ellos, octavas enteras en mi boca y en los dedos delgados con los que me negué a despedirme de ti, sufriendo para siempre, manecillas de mi reloj interno, corazón y externo contando vidas más que décadas o centenarias! Y los vi, en las mías en tus manos, en las tuyas en mis ojos, solfeo desplegándose como diapasones con alas, cóndores, halcones y albatros, ascendiendo de la tierra al inalcanzable murmullo angélico, decorados, de tu timbre soplándome el llanto que solo el Calvario lo afinaría mejor que tú, de las arterias del pecho, repetido por el puntal de los ochenta, cabalgando por la acústica de la sala de la orquesta, llenando de sol las claves, levantando tejados, perforando muros, soblando los dolores de la privación de verte, añorando al caballero de la triste figura, la triste compostura que había perdido con los años, la vivacidad de haber habitado la casa que era yo, la cama y la mesa, todos los artefactos necesarios para que aún me quedaran entre los pulmones y la pleura, gritos, gemidos, fonemas angustiados de las brumas de otros tiempos, que habían sido para mí una referencia en un modus vivendi, que no supe desdibujar del olvido.

El perfil ya estaba borroso con el tiempo que caía sobre mis hombros, sin agobiarme, al recordar sus rizos suaves y torpes, enmarcando su rostro, su piel blanca y cálida, en su rostro, alrededor de su boca, atravesada por los puntos oscuros de una barba bien recortada, una nariz ganchuda que se estrechaba a medida que medía sus ojos, El espacio entre ellos, sin detenerse en su mirada, en las ventanas de prismas translúcidos, junto a sus sienes y lóbulos de las orejas, adivinaba detrás de su cabello natural. Grandes manos que tocaban en todos los pianos, después de él, después de él nunca hubo otro piano que se tocara sino con sus dedos, donde los hombros y el pecho obedecían rítmicamente a los impulsos de las composiciones, casi siempre improvisadas, como después, por las alfombras de cualquier sintetizador, haciendo cama al expresivo y doloroso solo de alguna tristeza que inspiraba su alma y su espalda. Me acostumbré a verlo, dibujado en el costado de mis sueños, como una figura presente y eterna, como teniendo brazos y piernas en su cuerpo y sonriendo con toda la boca ante el gozo de hermosas composiciones que solo yo podía escuchar, o asombrosamente, con la metáfora, comparando su modus operandi con el andar de un dios único y generoso, contemplativo e incansable que enseñó a tocar con los dedos más perezosos o ineptos. Su aura tendría que traducirse en un nuevo color de cielo, en un nuevo ritmo de marcar el tiempo, sin delimitarlo, sino complementándolo, como esas arpas que crecen en las orquestas, que cuando uno espera el redoble de un tambor, anunciando tres minutos más de apoteosis, engaña a chronos y, de ahí, emerge el sonido cristalino de una bandada de pájaros y chotacabras, de canarios y emperadores, para ser solificada en el intersticio temporal que la fundamenta, la de posponer el final de la composición imprevista, de un maestro distraído en el país de la infancia. Sería prohibido y abrumador limitar la alegría de uno en este país.

Y cuando ninguna otra rutina podía posponer mi sueño, al final de todas las tareas obligatorias y de las otras inventadas para espaciar el tiempo de los armisticios, mi cuerpo cansado chocaba con el colchón, envolviéndose en las mantas que prometían ser protectoras y mantener estancadas, todos recuerdos dolorosos, allá, donde pertenecían y no más que figuras de estilo, de una permisividad retórica y anacrónica y de la falta de límites al sufrimiento humano. Tenía que haber un límite para el dolor. Un adulto no vive en un país de la infancia durante más de dos tercios de su vida. Hay brújulas y rituales que cumplir. Y mi cuerpo necesitaba sentirse exangüe y obediente a la anestesia del agotamiento.

En esa noche, que sería una noche normal, si hubiera podido serlo, que lo sería para todos los cuerpos que descansan antes de ser animados por el despertador y por los compromisos vigentes de días, semanas, meses y años obedeciendo a calendarios, más o menos de la misma manera, más o menos en la misma intensidad, según los sueños y los méritos. Aquella noche, en que mi rostro se cansó rápidamente de las sombras crepusculares que entraban y vagaban por las aberturas de los postigos entreabiertos, aquella noche en la que el viento era la música principal y el cansancio físico favorecía el sueño fácil. Aquella noche, animado por una fuerza externa, con los ojos cerrados, me asomé acostado, a esa misma hora veintiséis, En esta almohada que me hacía hundir el cuello en sintonía con las sinapsis, mi cuerpo dormido y relajado tenía la forma de cualquier otro cuerpo, externo a mí, y me veía como algo inescalable, a pesar de que todos los cuerpos obedecen a ciertas dimensiones, que deben ser dimensionadas, o este acto de atribuir dimensión a los objetos, y la geometría atribuía los contornos más bellos y exactos, con el rigor matemático del universo, y este cuerpo que aún sería mío, era de bronce translúcido, redondeado y, rigurosamente, sin ninguna concreción, que había luz entre todos los ángulos y un rostro con una boca que hablaba sin palabras, con ojos que veían sin reservas, que me prometía, A mí, un cuerpo ausente en otras latitudes, que se acercaba el fin de las barreras que mi mente había inventado, para divertirme en la cotidianidad de días grises, de noches interminables y amargas. Que ese cuerpo abandonado entre mantas y pesadillas constantes era también este, hecho de bronce, vaporoso, inmaterial, y que la oscuridad que nublaba mi visión no era más que la ceguera a la que me obligaba, a no querer ver el absoluto divino en mí. Que yo era libre, y que esta decisión de lo que estaba por venir, cubría más de mil mantas, mi seguridad y la protección de los seres queridos, que mi amada de eterna figura presente era semejante a mí, en el bronce extensible de otros planos, y que todas las sinfonías, que se escribían y se escribirían, estaban compuestas y contempladas antes, En un plano donde lo humano se fundía con lo divino, donde los deseos no chocaban con los obstáculos y donde el sufrimiento y todas las barreras inventadas por la ilusión no eran más que la ignición de superarlos y licuarlos, de traducirlos en una partitura extensa, escrita en la matemática de corcheas y husos, pausas y telepatía entre universos paralelos. Y ese amor, que asustaba a millones, millones que no podían sentirlo y millones que se privaban de sentirlo en su octava superior, era todo lo que merecía ser experimentado, y no era más que el combustible, la vena y el aparato donde se dibujaba la vida, el hilo conductor que conducía, en manos del conductor, la batuta, la alteración entre momentos y regencias, la solidificación del arte, la única traslación de la evolución del universo a través de ese líquido, que un día petrificaba el corazón, y al siguiente al siguiente se convertía en fuego y savia, mosto y agua, el amor que se comunicaba entre mundos y galaxias, la continuación del deseo de jugar, como la música, produciendo estados de felicidad, dando fundamento a la creación de universos. La biología, las ciencias prácticas, la política, las matemáticas, la filosofía, la humanidad misma, dependían del motor llamado amor, que sin él, todo era nada, ni siquiera polvo.

Vestido de diversas implicaciones, más de las que puedo contarte, por ignorancia, pereza y desconocimiento, inventé nombres para la luna, pronuncié jerga espeluznante, contaminé la galaxia de tratados de Tordesillas, tratando de manejar mis emociones, expuse ultimátums como los señores feudales, les di cabestro, los metí en la cesta de la cosecha de Baco, caminé a través de deidades olvidadas, de rodillas, Siempre en oración, con poca prisa, quemé todos los calendarios, agendas y viajes que tenían por delante. Me vestí de negro y agitando los brazos, grité miedo, credo, luto, fuerza, conducta, dios y el diablo. Y me quedé con tu nombre escrito en la arena, esperé la marea alta, para verte ahogarte, para borrar el relleno de lo que aún eres entero, entero, suelo, tierra, cemento y absoluto, paja y hierro vacío, velero en alta mar, y después de ser todo, de ser invierno y Carnaval, De ser río y riberas, después de ser orador, sabio y poeta, ahora mudo, silencioso, ciego y sordo, hago un gesto a los vientos, a las mareas, a los tsunamis y volcanes, que estarán presentes, que me llevan a mí, que borren mi nombre que es tu epíteto, por fin, para que pueda descansar, por fin, de todo el anhelo, de los recuerdos, de las esperanzas que guardo, obstinado, entre mi pecho inquieto, en la corona y la letanía, de la vaina de tu espada, en la línea de flotación de la proa, de tu cubierta, fe y juguete de niños, que sube como las mareas y te engrandece cuando pones tu mano en la mía, tu abrazo eterno, la estrella fugaz, en el diario de la niña. ¡Solo existes en mí y ahí es donde más persistes!




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