La cosecha del sueño robado
Y te pregunté en voz baja: recuerda, recuerda y, como sólo escuchaba a Latimer, y su silencio en la pausa de escucharlo, repetí: ¿recuerdas? Y tú, después de hacerme preguntas en voz baja, en términos concretos, te escapaste. Y me quedé y no tuve más formas de mostrarte lo que ninguno de los dos olvidamos, que el amor solo muere cuando no es amor, pero no cuando es pervertido por escaramuzas que ninguno de los dos creamos, y nosotros, Dios sabe, no hicimos nada para que la separación llegara, ¿o tú sí? ¿O lo hice? el muro lleno de kilómetros de hormigón, de absurdos, mi amor, y mientras entraba en cavilaciones y divagaciones, me iba haciendo un agujero y enterrándome dentro. No llegaban respuestas, ni buenas ni malas, solo el silencio entre nosotros, construyéndose compactamente, cada día un año, cada anhelo un abismo que me separaba de ti, pero aún quedaba la marca de tus brazos, aún quedaba un camino que guardaba dentro, tan dentro que hasta las coordenadas escondía, del mundo, de mí misma, iba construyendo el camino contrario del rebobinado, volvía, porque necesitaba entender, y sí, soy la ignorante que cuando no entiende se queda con las orejas de burro vueltas contra la pared y voy a la deriva en los restos del pasado inconcluso. ¿Sabes? Creo que los demás que te quieren lejos de mí se han unido todos y hasta te han amenazado, como si con ese chantaje pudieran distorsionar la realidad, que dentro de mi verdad estás tú. Siempre has sido parte de mí. Y recuerda, si el amor es el camino, tú eres el camino.
Caminé por la calle Formosa incontables veces, a veces yo también era bella, otras veces, sólo la calle que acompañaba tus pasos diarios, bella porque es donde vives, caminante, entre la calle da Alegria y la calle Formosa, subiendo a Santa Clara, sí, muchas veces le llevaba bocadillos, en esas fases difíciles de alergias a todo, porque él sólo tomaba leche con chocolate o cereales bien, y lo veía cada día más delgado, flaco como el Gimbras que tú también habías sido, y con la leche con chocolate, le llevaba un croissant con queso y jamón, a veces un sándwich de queso, le llevaba un plátano, a veces pastillas de miel, para endulzarle la boca del dolor que albergaba. Y yo insistía en aparcar siempre en el paralelo de Fernandes Tomás, en Ales da Veiga, en el mismo garaje donde sabía que guardabas el coche, el señor me conocía, sabía que yo era la madre de Baquetas, bajaba al café del barrio o al de enfrente de la escuela diurna y allí tomaba mi café, siempre atenta a la acera de fuera, siempre ansiosa por verte y en aquella visión, la tensión nerviosa secando mi glotis y no dejando que el agua bajara por mi garganta y tomaba dos sorbos del vaso de agua, mientras pedía la cuenta y le daba la merienda, y iba al médico. Beatriz subió las escaleras, después de pasar por la sala de juegos, nunca lo encontré allí, lo que me hizo suspirar de alivio. Yo me encontraba con él y él bajaba conmigo a la acera, entre la multitud de compañeros mayores que él, mayores que él, y nos apoyábamos en la farola de la acera, y él almorzaba allí y también estaba ansioso. Él me hacía preguntas cortas y luego pateaba la acera, como si estuviera distraído, y cuando yo le respondía, me calmaba y volvía su atención al croissant o al donut, y su nerviosismo era mío. Sería mi culpa, que mi ansiedad siempre se reflejara en mi cara y contaminara mi discurso y yo respirara profundo y le peinara con la mano su cabello, hijo mío, estás muy delgado, come y él: ¡Mamá, yo comeré! y comía, pero siempre flaco, y ahí iba otra vez diciéndole que prestara atención en la clase de ciudadanía, que no faltara a clases, que participara, que el Dr. Beatriz me había contado lo de la distracción y el parloteo en clase, lo de las ausencias, y para no oírme ni preocuparme, decía que sí y cuando empezaba a entrar el gentío de niños, cuando se calmaban las risas y el parloteo, me decía que se tenía que ir y yo le daba un beso, en el pelo o en las mejillas flacas, que huiría de mis besos si veía a tipos grandes que entonces le llamarían niño de mamá, y yo lo dejaba ir, fingiendo alegría y le daba las sonrisas que quería, para sustituir su ansiedad y su tristeza bajo las piedras de las calles, por donde él caminaba.
Regresé al coche, ya sin prisa, y mi esperanza era extraña y paradójica. Soñé con verte, pero tenía miedo de que sucediera. Me eché el pañuelo sobre el hombro y me tapé la boca y la nariz, como si tuviera que disfrazarme para poder tropezar con la alegría de verte y la tristeza de no poder tenerte. Cosas ambiguas que tuve que aceptar y tragar. ¡O nos vemos acompañados! Sería una pastilla de cianuro. Nunca te he visto acompañado. Y cada vez que te veía, no me veías. Quizás sólo uno o dos. Y grabé tu andar, tu ropa, tu bolso, tu manera de mirar el mundo que te rodeaba y pensé, con Dios y conmigo mismo, que seguías siendo el mismo, seguías siendo tú, y seguir siendo tú, me mantenía, como a un perro fiel, ahuyentado, detrás de un dueño que nos ha olvidado. Él todavía sabía y todavía sentía lo mismo en su interior, la mujer y la niña dentro de ella sumergiéndose en el pasado robado, cada día más distante y más injusto.
Es curioso, porque el sentimiento de impotencia es exactamente ese, el de un perro que es amado y luego abandonado a su suerte.
Ayer fui a investigar esto y aquello y encontré un nombre dentro. Chisme. Tantas mentiras que el tiempo las desmontará. Tanto daño causado para hacerme daño.
Los corté todos. El rompecabezas que había estado oculto para mí en la nebulosa de la ignorancia elegida estaba completo. La tristeza o la debilidad o la impotencia permanecen con nosotros, se quedan y nos subyugan al retorno, a ese eterno retorno, pero ¿por qué? Recorté todos los nombres. Todas las cosas. ¡Los procesos! Y la catarsis siempre ocurre, volver a la escena del crimen, un bucle infinito, qué pasó, dónde se produjo la bifurcación, qué personajes fueron constantes, y las malditas gafas de sol me ocultaban del sol que me daba en la cara, pero no te ocultaban a ti. Te revelé siendo la misma en este paso del tiempo, al aumentar la edad, aumentar los calendarios, envejecer los rostros, crecer tu sabiduría y disminuir mi esperanza, desde una joven ya consumida por el viento y las arrugas. Y ahora, que me he enfrentado a ese monstruo ignorante, ahora que le he arrancado a la fuerza sus gafas de sol, que he tirado su bastón de ciego, el espejo muestra mis pequeños ojos marchitos y miro la imagen de quien soy, y no hay ningún monstruo. Hay un ser humano hermoso, con cierta serenidad, adquirida por la ley de la fuerza y el agotamiento, de los golpes que recibió y las lecciones que aprendió, y me derrito de ternura por mí mismo. Soy fuerte Soy muy hermosa Soy una persona coherente y me mantengo despierta, erguida, libre de malabarismos o excusas. Honesto y recto. Como hubiera querido mi padre. Como cualquier padre desearía. Y acompañado de mis ángeles guardianes, completamente guiado por ellos, que no son ciegos ni sordos, como yo lo era, ni son de este mundo, bajo su tutela, corto todo lo que se cruza en mi camino. Ya no me juzgo, ya no me obligo a empatizar con la empatía que me trajo aquí. Mantuve al empático dentro, está bajo llave, ya no saldrá más, excepto para enviarte amor, que te sigo enviando. Me sigues sin saberlo. Yo crecí. Iré contigo a dondequiera que vayas, porque la semilla de lo que hiciste creció en una flor y creó un hermoso e inmenso jardín. Desde aquí es donde os hablo. Cada día, cada segundo, tiempo completo. No renuncio al amor. No me rindo Y vuelvo a la fotografía y mi dedo baja desde tu boca hasta tu pecho, sube hasta tu pelo y cuando llega a tus brazos, mi boca vuelve a reposar en tus labios de papel desgastado y os aprieto a todos contra mi pecho, para que oigáis, donde quiera que estéis, como un diapasón, un metrónomo, el ritmo de mi corazón trinando solfeos de ganso de las nieves para vosotros. Y tu foto me da los lamirés necesarios para que el beat quede en la música elegida.
Me puede faltar el pan, me puede faltar amigos de carne y hueso, y hasta puede crecer en mí una angustia que podaré, como pueda, y hasta puede que me sobran muchas respuestas, para preguntas que nunca me atreví a hacer, pero lo que más me sobra es la pregunta de mis ojos a los tuyos: ¿cómo olvidaste el camino a casa?
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