Seirpánach y el espíritu de Nunca Jamás

 



Siempre me han gustado los escenarios, las luces, la acción y, por supuesto, los personajes que provocan mis sentidos, que, en lugar de memorizar las líneas y los puntos suspensivos, buscando expresiones intempestivas, encarnaran el papel, dándole la vida que el escritor había dejado en las pausas entre lo que describía y lo que ellos mismos querían sentir. La improvisación era esencial. Hoy supe por qué, ante este cielo oscuro, con estrellas y constelaciones lejanas y misteriosas, con este frío seco dando placer a mi rostro. Las rutinas mataron mi espíritu, condenándome a una apatía progresiva. Leía los rostros llenos de opresión y de dolor, de restricciones y de sueños de todos los personajes y dibujaba siempre un desenlace final más bello, sin el peso de muecas y suspiros, sólo si eran de amor o de pasiones saltadas a primera vista, de un tiempo que no se podía volver a afrontar, porque contenía la virginidad de los comienzos y la sagacidad para aprovechar los momentos de alegría. Me vi como Campanilla que vivía entre los siete árboles huecos de Barry, allí, en Nunca Jamás, donde, después de todo, estaba prohibido ser adulto, crecer. El niño que vivía dentro de nosotros venció el tiempo y se apoderó de los espacios, sin el dolor ni la incomodidad propios del crecimiento. Me inquietaba la quietud pensada y medida por el reloj, por los calendarios y por todas las formas humanas de limitar la adrenalina de los precipicios. Prefería los rituales espontáneos. Frente a aquella inmensa meseta, veía desaparecer a mis pies, ahora, sólo ahora, el estancamiento de todos los años que había vivido, a los que me había dedicado, mareas, mareas, muchas, a llorar, otras a sobrevivir a las turbulencias y a los desafíos, desde el día en que nací. Y nunca alcancé ese nivel de alegría y serenidad, excepto en el llamado serpentario junto a Émile y muchos otros que compartían mi pasión por las artes. Ahora que me despido de Bantry Bay, me doy cuenta de que nunca he dejado de buscar los fantasmas de mis amores rotos. El escenario era todo suyo, cuando mi alegría exuberante se desvaneció en los rostros más allá, en sus miradas lánguidas de paz que me prestaban.

No recuerdo exactamente los rostros ni el olor ni el sabor del aire que respiré por primera vez, pero sí recuerdo con asombrosa claridad que las cortinas eran transparentes y delgadas, con decoraciones de cornucopia que ondeaban a través del espacio enrarecido de aquella ventana de setenta por cuarenta centímetros. Éste es el recuerdo conservado, el primero, después de sesenta y ocho años contados en el calendario gregoriano. En mi calendario de héroes perdidos, no tendría más que seis o siete. Recuerdo también que la luz, el brillo y los reflejos de los espejos me capturaban y yo los seguía, oyendo y percibiendo, mucho después de que a los adultos que me rodeaban les hiciera gracia ver mi mirada siguiendo esos reflejos. Incluso pensé que eran ángeles después de leer Peter Pan y Nunca Jamás. Nací en una ciudad antigua, en una calle céntrica y estrecha, donde las aceras también eran angostas y estaban hechas de rejilla - en el extremo de la acera, dos líneas gruesas las separaban - la grava ahora empapada en asfalto, de 3 centímetros de alto. La ventana que recuerdo, donde nací, daba a la acera, era baja y tenía una reja gruesa de hierro esmaltado, que servía de protección contra los ladrones. Ahora pintado de color verde botella, pero de mi época, dicen, y me parece que aún puedo ver su color primario, un marrón dorado. Que con el tiempo la pintura se fue desgarrando, desprendiendo polvo con el tiempo.

La cortina ondeaba levemente en aquellos aposentos de servicio, donde dormían mi madre y mi padre, y después, cuatro hermanos, Liam el mayor, Kiara, Briana que era yo, y el cabecita de la olla, mi hermano menor, Donald. Recuerdo que cuando rasgué el velo, lo que vi fue todavía el mismo velo, una continuación de él, y lo comparé con las telarañas que estudié en mis viajes, en ese antiguo mausoleo, mientras crecía, servía y veía servir a otros. No había cielo, había ese velo ondulante, cargado de telarañas y de ataduras imperceptibles, visibles a través de la luz que las atravesaba y provenía de la vela, la luz de la vela, aunque un poco después, el querosén fue el combustible más usado al final del día, en ese sótano, para alumbrar el final de las tardes, cuando todos nos sentábamos donde podíamos, alrededor de Mirela, que era nuestra madre, y todos teníamos que rezar el rosario. Recuerdo que esta era la parte de la rutina que más me gustaba y que se convertiría, para mí, en el primer ritual mágico de mi vida. En la primera etapa. El primer escenario. Los aplausos y los abucheos, en el coro de voces en sincronía, rezando como si cantaran. Y disfruté esos momentos como si fuera un té de manzanilla cálido y delicado. Esta parte de las oraciones era una especie de desenlace a las profecías que, en ese momento, solo eran interrumpidas por la tos seca de Liam o por alguno de nosotros moqueando, resfriándose o echando a correr a orinar a la letrina, en el mismo sótano. Mis creencias cambiarían con la filosofía pseudoanárquica de Diderot. Al fondo del sótano, había una cortina rojiza que separaba un mostrador y una despensa del dormitorio, donde estaban dos palanganas de porcelana, una al lado de la otra, junto a las letrinas, con sus respectivas jarras esmaltadas, con la toalla de cara, cambiada con frecuencia, a veces por Kiara, a veces por su madre y luego, por mí, cuando crecí. El padre, que había sido chofer del señor Doyle O'Brien, nuestro jefe, había muerto después de un ataque de tos ferina, a pesar de que los jefes habían hecho todo lo que podían, desde llamar a los médicos y pagarles hasta tratar de importar medicamentos que podrían ser de gran ayuda. El padre, nos contaba la madre, en los descansos del trabajo, además de pulir el coche y hacerle innumerables recados al jefe, era su mano derecha y también su izquierda, decía la madre con lágrimas en el rabillo del ojo, quien siempre jugaba con él a las damas, o cuando el señor... Doyle leía sus libros en voz alta, le pedía su opinión sobre temas de actualidad, sobre estallidos revolucionarios y guerras que ocurrían en el mundo, teniendo siempre en cuenta sus consejos.

Recuerdo vagamente la figura del padre y, con la misma vaguedad, la figura del señor. Doyle O'Brien y su propia jefa y esposa, la Sra. Briana, de quien había heredado el nombre y, más tarde, toda la casa y el ático rebajado de ese sótano, como sala de conciertos. Esta habitación en la que vivo y que me vio nacer, no me vería morir. El destino quiso que yo fuera malcriado por mi amante, con una educación que estaba más allá de nuestras posibilidades. Que había aprendido piano, francés y hasta frecuentado con doña Briana, mientras mi jefe estaba de luto, los mejores salones de té, salas de espectáculos y teatros, donde se levantaba el telón y el mundo podía reducirse al escenario frente a mí. Donde me había aventurado, después de que mi madre había subido las escaleras, a decir que Kiara se había casado con un sobrino del Sr. Burke, el sastre del amo, y se trasladó a su alojamiento fuera de la ciudad, después de que Liam se hubiese infiltrado en los servicios militares franceses invasores y perecido en Cork, a manos del propio Pellew, él y muchos otros, en el barco que evocaba los derechos humanos como fundamento de su existencia, durante el comienzo de aquel invierno del 97, Don, mi hermano, ya se había trasladado a tierras de Su Majestad, el enemigo, y habíamos perdido su rastro por entonces, yo, que siempre tuve manía por las artes, y después de algunos estudios e incentivos de importancia social, declaré abierta la temporada de las tertulias, para las tardes y las noches, donde la poesía y su declamación se mezclaban con algunas obras de teatro, con artículos de opinión, discutidos a escondidas, por media docena de personas más próximas a mí. Mi emoción nunca pasó desapercibida para la señora Briana, quien después le contó todo a mi madre, diciendo que su hija sabe apreciar la belleza y la bondad. En este sótano, justo después de la apertura del testamento, que la madre, debilitada por la pérdida de la señora y enferma ella misma, ya había sido informada de que no quedaban parientes y éramos nosotros los supervivientes, aquella gran casa, cuyo sótano inicialmente nos habían prestado por los servicios prestados, se había convertido en un teatro y sala de pintura, donde se discutía sobre los nuevos valores y los nuevos talentos de la sociedad, mucho antes de que mi madrina se fuera. Fue mi manera de continuar el País de Nunca Jamás del mundo que nos había regalado Escocia. 
El Serpentario comenzó a funcionar a principios de la década de 1792. Inicialmente se llamó Neverland. Los amigos con los que me juntaba me llamaban Bri. Para otros, fue Briana Carroll. Con los cambios sociales propios de la época, todo fue siendo paulatinamente segregado, como si la alegría estuviese prohibida. Llegó a ser. Cuando un grupo de franceses liberales ocupó el edificio de la parte más estrecha de la calle principal, esperando instrucciones, Nunca Jamás empezó a llamarse, al principio con picardía, y luego oficialmente, si no fuera por mí Briana, ahijada de Briana Doyle, patrona de las artes, el Serpentario. Con la insólita presencia, cerca de la bahía de Bantry, de jóvenes liberales franceses que querían ser ocultos y protegidos por facciones revolucionarias, entre las que me incluí, circularon notas políticas de conservadores de que allí se estaba cociendo a fuego lento el Estado contra los británicos y que se preparaban "golpes de Estado" vía cultural para expulsar a los ingleses, hasta que llegó aquel crudo invierno que presagiaba tanto la manumisión como el posible saqueo y ocupación de los franceses, y desde Brest y Cork se oía que las noches se dedicaban a la construcción y reproducción de propaganda contra la represión social y política de nuestro colonizador. Nunca Jamás había sido cuidadosamente elegido para desviar la atención de las instituciones soberanas del país, pero solo fue el lema del nacimiento del Serpentario, que, después de todo, era el espacio donde nos reuníamos. Sin embargo, el verdadero veneno fue la producción de este grupo conservador y tradicionalista que se había acomodado al silencio y la comodidad de nuestros invasores legales, quienes luchaban, o al menos pretendían hacerlo, contra los focos de la rebelión francesa entre nosotros. Muchos coincidían en que, al expulsar a los británicos, se apropiarían de nosotros, los irlandeses. Sin embargo, la sociedad también obró en contra de nuestro espacio artístico como una forma de eliminar el gozo de las artes y la propagación de la libertad de expresión. Y si en otras ciudades había obtenido resultados, en la nuestra el foco disidente fue esta habitación, donde, ya con sesenta y nueve años, veo la niebla entrar por los azulejos de la ventana todavía pequeña, con el hierro retorcido pintado de verde. Había mesas y sillas repartidas por todos lados, unos sillones donde antes estaba la despensa, una antigua tarima con unos proyectores y sus cortinas abiertas aligerando el ambiente. El suelo estaba cubierto con una capa de satén a lo largo de los siete escalones que me llevaban al resto del mausoleo. Rara vez los subió con la misma alegría que en años anteriores. Gael y Lana seguían siendo amigos presentes, pero, al igual que el tiempo, estarían ausentes, al igual que Fiona y yo. Yo mismo, en ese rincón del Serpentario, enmudecería como las luces de los faroles, como la estampida de los liberales franceses, como las aves migratorias, seguiría al sol.
Vivía con Fiona, quien se encargaba de limpiar y organizar la casa y de recordarme los quehaceres e innumerables tonterías que aún faltaban por hacer para mantener el orden dentro de los espacios, para que yo misma no se olvidara de comer, y Wendy, que era la perrita setter que estaba conmigo desde mi sesenta cumpleaños. El piano fue uno de los pocos supervivientes al que se le quitó el polvo muy a menudo. Mis dedos buscaron los acordes que me transportaran a años anteriores. Si Gael llegaba y oía el teclado desde afuera, se acercaba a la pequeña ventana y cantaba un estribillo corto de la canción que creía haberme oído tocar. En ese momento, el Serpentario volvió a la vida, la risa sin las sombras del tiempo, como si todos fuéramos jóvenes otra vez. Cuya decadencia fue el idealismo y la prohibición de prohibir la vida.
Vuelvo la mirada hacia el pasillo donde las luces del exterior proyectan sombras sobre las paredes y los muebles. Sentí que había una rebelión oculta dentro de mí que no era, legítimamente, sólo mía. Lo cual vino de mi propia madrina que nunca había tenido hijos y siempre había soñado con tenerlos, llevándolos de viaje a conocer el infinito del mundo y sus vueltas. Mecenas de las artes. La otra parte era toda mía. De las sombras que me habitaron desde antes de nacer hasta mediados de 1798, cuando mi vida pendía de la sonrisa del músico y estudioso de filosofía que por allí pasó, cuando Nunca Jamás fue sustituido por el Serpentario. Émile Leblanc, cuya presencia me robó el corazón y a quien esperé hasta que los rumores y la angustia del tiempo mismo me libraron de la espera, asesinado, según nos contaron en uno de sus viajes a Francia, a la salida de la frontera por mi propio hermano Donald, convertido en un auténtico inglés de carrera militar, de cuyo paradero no quise volver a saber nunca más, habiéndose convertido, pese a ser un hermano menor exiliado, en un paria, cruzando las líneas enemigas para convertirse en uno de ellos, autoritario y asesino del único hombre que amé. El único que construyó Nunca Jamás hasta sus orígenes más profundos, desde la inocencia de la infancia, desde las artes y la artesanía, desde los dones del teatro y la pintura y la escultura, desde la literatura y la música, que era, después de todo, la esencia de mi vida.
Aquella noche, era todavía el año 1795, nos reunimos a puertas cerradas, debido a la indecencia cometida contra nosotros, y Mirella, mi madre, ya había fallecido, amargada por el paradero desconocido e incierto de Don. Lana se mostró nerviosa, diciendo que la noticia que traía nos obligaba a cerrar nuestras puertas, por nuestra propia seguridad. No sería la primera ni la última vez que esto sucedería, por esta y otras razones. Nos quedamos allí, susurrando mientras Blaze o Dylan rasgueaban el teclado del piano o un arpa de 29 cuerdas, mientras nuestras voces se volvían inaudibles para todos aquellos curiosos por las artes o denunciantes de la propaganda política en esa céntrica calle, donde Nunca Jamás se diluía en Serpentarium, como si el espacio mismo fuera un personaje que desobedecía al tiempo y se negaba a crecer. Émile tocaba el piano y el violín como pocos y era un devoto y seguidor de las ideas del filósofo Diderot. Un poco más alto que yo, con cabello liso y negro y piel más blanca que la mía, Émile tenía ojos almendrados y color ámbar en un rostro bastante alargado, con pómulos prominentes y un poco de barba que recortaba siempre que podía, cuando las luchas o los movimientos rebeldes se lo permitían. Como era de esperar, cuando subía al escenario de Neverland para acompañar una recitación o mostrar una nueva composición musical. Émile había aparecido por primera vez en aquellos lugares a finales de 1794, y sólo más tarde había comenzado a frecuentar el lugar, a través de amigos y amigos de amigos. La complicidad entre ambos no se basaba en ideales, las afinidades culturales y artísticas y la propia química rompían posibles dilemas lingüísticos y pronto, con el conocimiento de muy pocos, su romance se convirtió en una historia de amor, a pesar del conservadurismo religioso y político de ambos lados de la familia. Émile durmió durante temporadas en su casa, en su habitación, con la defensa y protección de Fiona, quien ocultó su romance. Mi embarazo empezó a hacerse tan evidente que rara vez se me veía salir a la plaza o caminar por la bahía, refugiándome en el espacio donde cada día se escuchaba más y más la palabra Serpentario. La conexión entre estos dos polos en los que viví intermitentemente fue, después de todo, fatídica para mí. Hasta ahora, miraba las paredes y acariciaba, sobre la chimenea en forma de cruz de piedra, el retrato dibujado por Gael de mi Émile, a quien Don, sin piedad ni compasión, había arrancado de la vida. Sabiendo, según Fiona y también Kiara, mi propia hermana, el gran amor que tenía por él. En esa fecha, Émile llegó tarde a causa de un texto polémico de Diderot, del que había tomado notas y añadido sus ideas, para ser debatido allí, en nuestro espacio de artes. Émile sabía que estaba esperando un hijo. Le preocupaban mucho las noches de insomnio que se hacían más frecuentes a finales de 1796 y luego en 1797, cuando tres artistas fueron llevados a la cárcel de Five Fingers en Inishowen, lo que nos llevó a cerrar la puerta pública más a menudo a los amantes de las artes y a otros, más dados a otras artes como el robo de nuestros ideales políticos y sociales. El nombre del niño ya existía, que para mí sería Fireann y para Émile Hamelin. Luego se vería, dependiendo de su sexo, sus cualidades visibles y el momento de nacimiento. Contra la moral familiar y sesgada que obligaba a los más audaces a tomar posiciones extremas. Me dejé caer en el sillón, a la entrada de Fiona, ya tan viejo y cansado como yo, habiendo visto mi mano tomar de la vejiga de cerdo el retrato de Émile, hecho con pigmentos naturales, y habiéndome estremecido a su llegada, me senté, angustiado y suspirando, con él en mis manos. Fiona intentó disipar la tensa tarde de mi mirada y su propio aburrimiento. Y me preguntó, en tono cínico: ¿Té, Bri? Le sonreí, aliviando mi añoranza por Émile, y respondí: ¡Sí, ponche caliente! Y ambos sonreímos, cada uno disimulando su propia sombra en la suma de las sombras de la habitación. -Sírveme el doble y sírvete tú también. - Y así fue, el tiempo trajo consigo de vez en cuando frío en mis ojos y yo luchaba contra él por sugerencia de Fiona, de la manera que al propio Émile le gustaba. Fuerte e imperdonable. 
Perdí mi Fireann y ese mismo día, Hamelin. Bajé corriendo la escalera que me separaba de las habitaciones hasta el primer piso y luego, acabé en el vestíbulo de la entrada pública de Nunca Jamás, cubierto de sangre y habiendo sido llevado al Dispensario de Bantry y luego al hospital de Cork, habiendo regresado a casa dos meses después, demacrado y negándome a llorar la pérdida que tal pérdida requería. Un doble duelo, la pérdida de Émile y de nuestro hijo, siempre exigiría de mi parte un doble ponche caliente. No fue en ese momento, cuando llegó el anuncio, en forma de rumor un tanto falso, de la posible muerte de Émile, que tuve idea o conocimiento del alcance y los detalles de su muerte. Y el nombre del asesino. Fue más tarde, cuando Kiara me visitó en Cork y me contó, entre palabras, sin pronunciar nunca una frase completa, sobre aquel fatídico momento de 1797. Cuando regresé, Fiona me estaba esperando, sonriendo y llorando al mismo tiempo. Ayudándome a subir las escaleras, mientras Gael, Lana, Kiara y su esposo nos seguían, cargando bolsas, flores y suministros. Lo primero que hice, antes de reabrir el Serpentario, fue retirar el cartel original de Nunca Jamás, pidiendo disculpas a Barry, a Peter Pan y a Wendy, y a la propia Campanilla, y sustituirlo por el nombre popular con el que se lo conoció en la época de la rebelión, cuando también había perdido a mi amante, a mi hijo y con ellos, las ganas de vivir que me mantenían apasionado y apegado a las artes y a sus promotores. Sobreviví otras dos docenas de años entre artistas visuales y escritores, entre amantes de la prensa y músicos populares. Entonces me cansé de todos. Y yo me sentaba en la oscuridad del sótano, vagando entre el teclado y las partituras, los libros y los recuerdos, en un vano intento de catapultarme al País de Nunca Jamás. En 1851, a principios de la primavera.

A pesar de mi falta de ganas de continuar, me quedé allí sola durante casi 50 años y pedí perdón a mi madrina, Briana Doyle, antigua mecenas de las artes en esa ciudad irlandesa.
Ya, con casi setenta años, había decidido, tras la muerte de Wendy, retirarme lejos del mausoleo, más cerca de Kiara, y ya había aparecido un comprador para el hermoso ático y su salón de espectáculos, que supe, tres años después, se había convertido en una especie de casino y, encima de él, su comprador había montado su propia vivienda, dejando el piso intermedio para que lo alquilara la prensa, virtuosa divulgadora del primer Mezzanine, con su tono humorístico y satírico, mucho menos segregado que mi sala de estar. El Serpentario.

Mientras nos esperaban, ya con las maletas guiadas por otros medios de transporte, Fiona, Kiara y yo pudimos mirar la placa metálica dorada de tamaño mediano que decía: SEIRPÁNACH de Briana Leblanc, en memoria de Émile Leblanc. Una señal que tendría sus días contados.
En un solo día, varias estaciones de mi vida terminaron allí, donde había nacido a la sombra de un serpentario y, al no ver salida, había buscado el refugio seguro de Nunca Jamás, impulsado por la sociedad irlandesa de la época a crecer. Eché una última mirada a la casa y a la oscura y estrecha calle central. Ya no me sentía parte de ese lugar y todos los que vivían allí, todos los artistas y las noches de rebelión, todos los liberales franceses y los ideales de esperanza se fueron conmigo. Yo regresaba, sin saberlo entonces, a mi País de Nunca Jamás, mucho antes de esta existencia, donde oía la voz de Peter Pan sonar fuera de los siete árboles huecos, donde mis alas tenían la libertad, la fraternidad y la igualdad de Émile y donde el propio Denis Diderot y el mismo Laurence Sterne habían intercedido, sin saberlo, para hacer de Leblanc algo único para su corazón anarquista.



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